jueves, 14 de julio de 2011

NADIE POSEE AL BLUES

NADIE POSEE AL BLUES*

Nadie posee al blues.


Nadie tiene blues así porque sí.

Todos tienen el blues. Aunque éste yace en la cicatriz que tatúa columpiándose de nosotros los enanos sobre la piel que se transforma por las noches en fuego. Saludos al king lizard.

Todos temen al blues. El lenguaje es flexible y blusesco. La tristeza y la melancolía, que no el tedio, es presencia y permanecen en este verbo a cualquier hora que se ausentan los encargos de la plenitud y el aniquilamiento de lo que ya hicimos pero no hemos podido decir con claridad festiva. Es el horror trágico en un principio de los colores.

El blues es una fiesta. Es la celebración de las horas en medio del desierto y la férrea estancia en el vacío del mar que se transforma irremediablemente en un blues.

Canta uno pesadillas. Respira fríos y demás cosas inútiles para el cuerpo y el espíritu que llora por un poco de blues.

Hay quienes pagan su renta con un poco de blues y eso no quita que se continúe bluseando; da risa y sigue uno con este delirio agónico que aprende a vivir entre soledades disfrazadas de grata compañía y de dulces muertes.

Catulo, el minino, no el cantor de la Isla de Lesbos, sino el felino amigo que acompañó también mis días y noches en la jaula de concreto, el que desafía hasta los hombres que cargan los cilindros de gas en las azoteas, sabe blusear, con sus ojos siempre alertas y dispersos a la vez para regocijarse en la plenitud de su estado solitario; tiene mirada de brujo.

En los desiertos, en el hogar más dulce y cándido, en los patios sucios, en las instituciones públicas, en el anonimato, en la luz, en la fertilidad, al desnudo, en la contención de los prejuicios, cuando sí y cuando quién sabe; solo, en multitudes, en la cama, sentado, por temor, valentía; por los pájaros que avisan la huida, hay que avisar el blues que se arremolina diciendo eternamente lo que ya sabemos: que estamos solos, locos y muertos —saludos a Henry, el de los Trópicos—; el blues es la grieta iluminada del abismo. No lo buscamos para acompañarnos, él está ahí siempre, cuando llueve, cuando despertamos, morimos y el viento nos abandona al grito de la espera, que para nosotros ya no existe.

No sé qué es el blues, no interesa tanto aquí como sí vociferar que el blues no es ventana, sino gozne de puerta derruida en un cielo de los amantes de la nada y las fronteras.
Vamos a buscar a esas prejuiciosas limitantes que andan por andar para desandar a más de un explorador de la ñierica.

Dónde estás Artaud. ¿Ladrando en la estación del IMER? La ñierica está del lado donde no aúllan los lobos ni los coyotes, pues allí viven plácidamente.

Nada de esto es casualidad. Venimos a conocernos los rostros o la legión de rostros que somos.

Creer o no creer es la llave del sendero.

Ajá, ¿creíste?
Créelo. Pues la hospitalidad de los instantes dura un segundo. El blues es eterno mientras dura.

Este viaje se recorre solo, debe recorrerse solo.

Y no hay descanso. Qué es el descanso. Qué es eso.

El cuerpo es una flor, el espíritu un jardín; pero cuando surge la indiferencia es cuando el motor del alma se suspende.

Y es de carne negra. Esto no termina aquí. Continúa la ruta de la arena.



*Extraído del libro Mis ojos el fuego, UAdeC, tercera serie, Colección Escritores Coahuilenses del Siglo XXI, Saltillo, 2010.
Publicado también en la revista Replicante, junio 2011.

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