jueves, 31 de marzo de 2011

BARCOS DE PAPEL. Presentación de la colección de escritores coahuilenses, tercera serie, de la UAdeC. Por Laura Elena González y David Ojeda

Barcos de papel: la literatura en la Universidad Autónoma de Coahuila


Laura Elena González y David Ojeda



Depositadas como barcos de papel, en una u otra de las corrientes a través de las cuales circulan en nuestro país los textos de carácter literario, las obras de esta naturaleza poseen características y enfrentan destinos de abigarrada diversidad y contingencia.

De este modo, si desecháramos de entrada algunas tendencias críticas que, por ejemplo, pretenden rescatar autores y obras de escasa relevancia con argumentos de tipo arqueológico –la calidad del texto confundida con la antigüedad o la naturaleza exótica, singular, de éste– o consideraciones de índole política –pensemos en el caso de los editores institucionales que obran bajo el impulso de la «pluralidad democrática», o bien al influjo de intereses clientelares–, apoyándonos en conceptos rigurosos y fundados, con un alto grado de selectividad, al cobrar perspectiva con el fin de apreciar nuestra topografía literaria, observaríamos sus grandes corrientes y afluencias, sus pantanos y lagunas, sus avenidas y diques y desembocaduras. Seguramente así reconoceríamos los desapercibimientos determinados, aquí y allá, por el azar y el descuido, la desmemoria o el centralismo.

No obstante, de algunos decenios a la fecha, la creación de nuevos espacios académicos en distintas regiones del país, además de la proliferación de publicaciones y proyectos editoriales alternos, han posibilitado el descubrimiento y rescate de autores no muy conocidos más allá de ciertos ámbitos, al igual que una diversificación de la crítica.

Así se motiva el desmoronamiento de un cuerpo que nos tenía habituados a clichés y lagunas cuando se trataba de explicar la historia de nuestras letras. Y de esta manera, luego de entender y delimitar regiones por cuestiones históricas, geográficas, políticas, el panorama literario nacional pierde su tonalidad de simples claroscuros y se llena de matices.

Ahora, diversos atisbos a las relaciones entre el centro y la periferia, a lo largo de centurias, pueden permitirnos trazar las primeras líneas de otro mapa, más complejo, menos esquemático y lineal, de la literatura mexicana. Sobre ese mapa, la acumulación de fuentes y estudios proyecta nuevas referencias, pondera otros períodos y fenómenos para dar mejor cuenta de la riqueza y variedad de nuestros escritores y su obra.

El sur o el norte de México, sus costas y serranías, sus desiertos, sus centros urbanos y zonas campesinas, favorecen experiencias que varían con el tiempo y traban relaciones de todo tipo entre ellas, produciendo expresiones literarias más o menos singulares, depuradas o pintorescas, que desplegarán diversos valores y sentidos ante sus lectores o estudiosos.

Inicio de esta manera porque los participantes en esta mesa pasamos por diversas etapas, intercambiamos muchos comentarios y compartimos distintas opiniones durante el proceso que culmina con este acto. Primero pensamos que se trataba de la presentación de un par de libros. Pero después, hace algunas semanas, cuando nos llegó el paquete con los catorce títulos que esta noche se presentan —publicados por la Universidad Autónoma de Coahuila, en la tercera serie de su colección Siglo XXI: Escritores coahuilenses—, nos sentimos al principio abrumados por el número de ellos. Sin embargo, al paso de los días y mientras nuestras lecturas avanzaban nos reconocimos gratificados por una serie de consideraciones relacionadas con los primeros párrafos de este comentario, mismas que me permitiré enumerar, aunque resumidamente:

1.– Porque percibimos, en un primer contacto con cada uno de los libros, como meros objetos, un trabajo editorial lleno de profesionalismo y calidad que, por su diseño y formación, además del cuidado que todos y cada uno de los títulos recibieron, puede representar más que dignamente ese nuevo aliento que en materia de publicaciones impresas ha prendido en diferentes instituciones y zonas del país. Y así entendimos cabalmente el tezón y la seriedad de tareas como las que Gerardo Segura y Claudia Berrueto han emprendido y sembrado desde hace años.

2.– Después nos dimos cuenta de que en todos los casos se trataba de obras y autores con plenos merecimientos biobibliográficos como para ser incluidos en una colección de esta relevancia.

3.– Y porque al final, atrapados ya por el concierto de las voces apresadas tras este cúmulo de impresos, pudimos pasar a otro nivel de apreciación que a continuación detallaré.

En la crítica literaria mexicana ha circulado desde hace algunos lustros un concepto que a muchos parece vago o incompleto, tal el de «norteñez». A distintos autores y obras se ha englobado con él, bajo toda una serie de consideraciones, para tratar de mostrárnoslos como afines por cuestiones generalmente sociolongüísticas o históricas.

En nuestro caso, conforme cada uno de estos libros desplegaba sus claves, comenzamos a descubrir que éstas correspondían a regiones, épocas, formas y temas literarios que, en efecto, mantenían una gran comunidad de evidencias. Eso, creemos, nos probó que a pesar de su variedad expresiva —tonal y formal— la tradición literaria coahuilense se afinca en el acendrado reconocimiento de subregiones y costumbres, pasados familiares y colectivos. También de ese modo reconocimos que tras este esfuerzo editorial hay, seguramente, criterios institucionales e individuales, acompasados y rigurosos; y que éstos son resultado de una decantación paulatina y venturosa.

Hace ya una buena cantidad de años, en 1978, comencé a coordinar un taller de creación literaria auspiciado por el INBA, cuando éstos eran todavía una novedad en escasas ciudades de nuestro país. Éste, con el nombre de Taller itinerante “Pedro Garfias”, sesionaba, durante fines de semana alternados, en la Casa de la Cultura de Monterrey, el Ágora Fonapas de esta ciudad —entonces dirigida por un muy joven Jorge Valdés Díaz Vélez— y la Casa de la Cultura de Torreón. De tal manera entablé mis primeras relaciones con esta región que después, a través de distintas invitaciones de amigos, me mostró otro de sus ambientes: el de los altos hornos monclovenses y la zona carbonífera, hasta llegar a la frontera con los Estados Unidos y descubrir así que la mexicanidad está ahí más viva e influyente que en muchas otras zonas del país.

Todo eso, por supuesto, asaltó mi memoria mientras nos asomábamos Laura y yo a esta colección. Recordé así los nombres de amigos, alumnos y escritores que por estas regiones he tratado; también saboreé giros de lenguaje y palabras que son muy propios de Coahuila, una región norteña en verdad distinguida y amable. Todo eso lo comenté con Laura Elena, mientras compartíamos nuestras apreciaciones de estos libros, de los autores que nos saludan tras ellos y, por eso, se nos volvieron destacados.



La poesía o la necesidad de ordenar el caos

Laura Elena González Sánchez



…la escritura es nuestra ecuación contra la muerte…

Charles Wright



Después de esperar algunos meses, tal vez un año, hace unas semanas, vi una película que aborda un hecho histórico, casi prototípico de la intolerancia: Ágora, filme de Alejandro Amenábar, que recrea el incendio de la biblioteca de Alejandría. Y así, ante la pantalla, recordé el dolor casi físico que me produjo esa anécdota cuando la escuché en un salón de clase en mi primaria. ¿Qué tipo de seres humanos se sienten agredidos por los impresos y se ofenden con ellos al grado de arrojarlos al fuego? Pienso que son dos las razones —las que vienen a ser casi lo mismo—: la ignorancia y el miedo de quienes se ven manipulados por los que detentan algún poder. Con todo, creo que hay una respuesta más atinada y compleja; y que este acto algo tiene que ver con ella.

Las historias de los saqueos que acompañan las revueltas, revoluciones o luchas armadas son interminables. Aquí tenemos el ejemplo de la reciente lucha del pueblo egipcio, encabezado por sus jóvenes, lo que propició en el Museo de El Cairo la desaparición de objetos invaluables que son patrimonio de la humanidad. Porque más allá de la ambición que motivó esos robos, con ellos se atentó contra una memoria colectiva y milenarios motivos de identidad.

Pero, en oposición a estos actos de barbarie, hay otros hechos que pueden ser fundacionales en una u otra cultura o región. Y entre ellos debemos incluir los que nos han permitido reunirnos en este auditorio. Pues las publicaciones —y especialmente las literarias— expresan y determinan —o, mejor dicho resignifican— la identidad de los individuos que pertenecen a la comunidad que da lugar a ellas y las pone a circular.

Las formas literarias cambian, pero no la voluntad de consignación. Por ello, al compartir certezas y reconocer su carácter relativo y evanescente; al mostrar la variedad de perspectivas o enfoques sobre lo cotidiano; al subrayar las indefiniciones de “lo real” y las consecuencias que esto acarrea, asistimos como testigos a un acto que reivindica el espíritu de hombres y mujeres que, como Hipatia, en la antigua Alejandría, sólo aspiran a compartir con sus semejantes dudas fundadas, argumentos y una que otra certeza. En este marco, la aparición de la tercera serie de la colección: Siglo XXI, Escritores coahuilenses, debe ser recibida con entusiasmo.

En lo que se refiere a los cinco títulos de poesía que forman parte de ella, debo comenzar diciendo que cada uno de estos volúmenes se suma a una tradición que lo enaltece. En este caso, por eso, es obligado evocar el nombre de Enriqueta Ochoa, escritora citada por estos autores; y también, de manera contundente, como representante de una generación de ruptura que inicia otro capítulo de la historia regional, el de Julián Herbert.

Estos libros de poesía dan cuenta de que el quehacer literario intensifica, entre otros fenómenos, la conciencia de la experiencia vital a través de los enfoques que hace de los temas reiterados en la literatura occidental: el amor, la muerte y el tiempo; y de subtemas como la soledad o el paisaje; con registros y grados de solvencia que varían de un autor a otro.

Así, Mis ojos el fuego, de Julio César Félix (Navolato, Sinaloa, 1975) muestra una gran unidad tonal y temática que da cuenta de un autor en control de sus recursos expresivos y con un notable sentido autocrítico. Aparece ahí un ejercicio de la palabra que cifra y revela sus principios: “La imagen acústica / a veces debe triunfar / sobre la conceptualización / no existe bondad: / nada es gratuito aquí / y nada es casualidad […] hay que colgar a la poesía / de un gancho…” (p. 51). También se percibe ahí una apuesta por la sonoridad y la cadencia: “siempre hay que negar la reverberación verbal...” (p. 56). Esta cualidad sonora, musical, atraviesa todo el poemario, con Mahler, Scriabin, Horowitz y Charly Parker. Además, este libro mantiene distintos diálogos literarios, con Nerval, Rilke o Verlaine, entre otros. Todos ellos como ejemplos de la soledad casi fatal del creador. Pues “el poeta canta porque está solo / y en batalla permanente, / en la resistencia de sí mismo…” (p. 71); y tras la pulsión vital o lúdica hay otra que desde ciertas ópticas es más intensa, porque “Es la muerte, pues / la que empuja a la nada / detrás de los libros / y de su ecos / ya algo distorsionados... “ (p. 94). En la cuarta de forros anoté que Mis ojos el fuego es un acontecimiento gratificante e inesperado; hoy reconsidero y digo que posee merecimientos como para tener que serlo.

Para referirme a Deshojar el insomnio, poemario de Ivonne G. Ledesma (Torreón, Coahuila, 1979) quiero comenzar con una breve cita de Camus: “Sólo hay una libertad: pactar con la muerte, después de eso todo es posible”.

En la cuerda del vértigo nocturno del insomne, viaja cuidadosamente la lírica de esta autora: “todo sonido está encerrado / en el arrullo de la noche / toda la muerte cabe en mi colchón” (p. 42). Los textos están destinados a hacerle compañía o a crear un diálogo con la soledad y la muerte referida por otros autores, especialmente algunos suicidas famosos: Vincent Van Gogh, Sylvia Plath, Jimmy Hendrix, Jim Morrison entre otros. A ellos puede englobarlos, como interlocutores, este fragmento: “duerme por hoy en mis estantes, yo cuidaré tu muerte, respirando en silencio” (p. 52).

Pero hay otra cara de la muerte, la de una intensa experiencia corpórea, en versos como éstos: “no era el cielo / no / pero en el espejo de su barra fuimos ángeles / y cada brindis era el éxtasis / la única posible redención” (p. 72). De este modo, la voz de Ivonne pretende rasgar el precipicio existencial que el mundo le propone: “tirarnos al borde / y dejarnos a un metro de la nada” (p. 74).

También, en algunos poemas de gran intimismo habitan los ateridos ecos del desamor y la soledad en el frenesí irreflexivo de la noche. De este modo, la voz poética confiesa con una sinceridad contundente su deseo más hondo: “sentirme viva / aunque cayendo” (p. 74).

Las elegías del desahuciado, de Pablo Arredondo (Miguel Auza, Zacatecas, 1957), es un poemario dividido en tres secciones cuya unidad temática no admite dudas: el dolor que, siendo físico o mental, aspira a encontrar consuelo al ser nombrado. Si la ausencia de la amada es una llaga que no puede cerrarse, los verbos que así lo enuncian sangran en versos surgidos de un vacío cabal. El desahuciado es el enfermo terminal que solo vive en espera del acto caritativo que le posibilite su regreso a un paraíso, aunque ficticio. La culpa sin redención agrava el dolor del cuerpo, porque el espíritu que lo animaba se halla postrado. De este modo, la vida se agota sin encontrar en dónde o cómo resurgir. El largo aliento de este libro nos revela un buen oficiante, conocedor de los ritmos y registros de nuestra lengua, con audacia y seguridad para explorarlos.

Los pequeños fantasmas, de Iván Hernández (Torreón, Coahuila, 1981), es un poemario que busca asaltar la emoción del lector desde los pequeños actos cotidianos o a través de las experiencias personales que imprimen sus huellas —a veces imperceptibles, pero casi siempre irremediables y hondas— en la intimidad, como la ausencia del hijo nonato en quien se originan los fantasmas destinados a poblar este volumen. Estos productos de la imaginación son las voces que cuestionan a una sociedad impávida. Esto que en un pasado más o menos reciente se denominó poesía comprometida aparece en los poemas “Ser como ese minero” y “Garantía individual”: “Tengo derecho a ser idiota / (…) / Casi nadie puede coartar este derecho al fracaso, / a la pobreza, / a la ebriedad” (p. 23).

Por lo demás, el otro rostro de este libro muestra una aproximación lírica al vacío que surge de la experiencia personal del fracaso amoroso, abordado en algunos casos con un tono irónico.

Este autor explora la posibilidad de convertir la escritura en un medio de interlocución polifónica: entre la voz poética y sus escuchas, a la par que entre ellos y otras vastas áreas de expresión artística, como por ejemplo el cine o la música.

Primavera un segundo —antología 1998-2008— es un grueso volumen que reúne poesía de Luis Jorge Boone (Monclova, Coahuila, 1977). Esta antología es una especie de espejo que refleja experiencias, objetos, momentos o interlocutores de algún futuro. Se trata de un viaje que por la estación inicial de una escritura. No obstante, la madurez envidiable que en la antología se muestra nos advierte de un autor que podrá recorrer varias estaciones más. Porque los temas, el tono, y los registros que distinguen la voz de Boone enuncian y condensan el espíritu de su generación. Y aquí parafraseo a Nietzche: el espíritu de una época se concentra en el arte, y éste en la poesía. El mapa que nos presenta este autor es una bitácora precisa y puntual de un viaje; y ésta nos advierte que navegamos bajo el signo ineludible de la destrucción: “Nos dirigimos a la muerte / fragmentos de algo venciendo la nada… “ (p. 154).

Los textos de esta antología provienen de cinco poemarios. Cada uno cumple con un reto definido por la experiencias vitales e intelectuales que allí se traducen; y la variedad radica en la exploración formal que nos sugiere códigos para revisar el sentido de esos encuentros: “el caos armaba tremendos torbellinos /…yo hablaba / y mis palabras / eran un vendaje en la piel de la ruina…”; o, “la ecuación del génesis a punto de tirar / las anclas a lo anónimo, / de dar una estructura a lo disperso…” (p. 112).

Entre los poemarios de Boone que dejan su huella en esta antología debe destacarse Traducción a lengua extraña, que lo hizo merecedor del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2007. Hay en esas páginas una madurez formal —por el ejercicio de la intertextualidad— que prueba una alta sensibilidad y una gran información, con lo que se rebasa con creces la simple imitación, como ha sucedido en muchos casos de alegada intertextualidad.

Por mi parte, sólo me resta cerrar este comentario refiriendo la metáfora que en junio de 2008 propuso José Emilio Pacheco en San Luis Potosí, al recibir un premio en reconocimiento de su trayectoria literaria. Él dijo que la poesía es apenas un barquito de papel, contra la corriente de intereses tecnológicos y económicos, en oposición a la violencia —que ese año parecía menos intensa que ahora— y contra el descuido que le deparamos a los libros, a pesar de excepcionales esfuerzos como el de la Universidad Autónoma de Coahuila en esta colección.



Tiempo, narración y experiencia: la prosa narrativa en las publicaciones de la UA de C

David Ojeda



Acometer la lectura de nueve de los títulos –cuatro novelas, dos libros de cuento, uno de dramaturgia y dos de ensayo– que integran esta colección, me hizo revolverme contra algunas de las dudas y demonios que asedian todo esfuerzo narrativo. Porque en este ejercicio tuve que compartir solidariamente, captándolo con claridad o intuyéndolo, la manera en que sus autores se responden dos preguntas tan importantes como manoseadas: ¿por qué escribir?, ¿para qué hacerlo?

En sus Confesiones san Agustín anota algo que se ha vuelto una cita frecuente en diversos cuerpos filosóficos o científicos: “... si no me lo preguntan sé que entiendo el tiempo, pero en cuanto me lo preguntan no puedo explicarlo”. Del mismo modo habría que pensar a propósito de las dos preguntas escritas arriba. Si no se nos pregunta por qué y para qué escribimos, más o menos entendemos y zanjamos nuestro oficio; pero en cuanto nos lo preguntan, los titubeos se vuelven obligados y, al mismo tiempo, reveladores y acuciantes.

Señala Paul Ricoeur que “imitar o representar la acción es, en primer lugar, comprender previamente en qué consiste el obrar humano” (Tiempo y narración. Configuración del tiempo en el relato histórico, Ed. Cristiandad, Madrid 1981, p. 137). De esta manera, toda narración establece un puente entre diversas estructuras significativas. Así, en los nueve volúmenes a que me refiero somos interpelados en cada página por los ánimos y motivos que recorren sus líneas. Nos damos cuenta del porqué y el para qué de nueve maneras de enfrentar un reto formal: el de la narración; decir algo, enhebrar un sentido oculto y profundo mientras se cuenta o se comenta una historia, algo que envuelve a lo narrado y, sin embargo, no es exactamente eso, porque a través de los sucesos relatados se despliega alguna opinión, se aspira a enunciar un punto de vista que se desea volver más o menos perdurable; y una cierta moralización —sea crítica o conservadora— se pretende proponer.

En Tres piernas, por ejemplo, la novela de María Barrera (Nueva Rosita, Coahuila), el despertar de una mujer que se ve alcanzada por la noticia de la tragedia de Pasta de Conchos (de la que en estos días se cumplen cinco años) es el detonante de una cascada memoriosa que nos lleva a atestiguar una serie de abandonos y encuentros donde esa mujer afianza su firme sentido vital: el de la región carbonífera de Coahuila, su fatalidad, su cultura y su reciedumbre minera y proletaria.

Por su parte, Todo puede pasar en febrero, de Alicia Rodríguez del Valle (San Buenaventura, Coahuila) es una novela de extenso aliento histórico que explica, a través de las varias generaciones de una familia asentada en la región monclovense, el periplo de colonos criollos o peninsulares que dieron lugar a una zona castigada duramente por la guerra contra los Estados Unidos, primero, y luego por la revolución de 1910.

Cuando vuelvan los gorriones, de Ramón Cortez Cabello (Nuevo Laredo, Tamaulipas, 1961), es una novela con una estructura narrativa ágil y original: cuentos independientes que conforman una anécdota mayor; una anécdota que se descompone y nos muestra cómo toda acción narrativa, por mínima o magnífica que sea —en este caso un encuentro pugilístico—, se estructura a partir de pequeños acontecimientos causales, aunque azarosos.

Ruta querreque, de Eduardo Ribé (Saltillo, Coahuila, 1981), cuenta la historia de un ensamble de folclore mexicano que recorre algunos pueblos Francia en una serie de presentaciones. Sus integrantes, casi todos jóvenes, ilustran algunos de los comportamientos más o menos típicos en circunstancias como ésas, las que, como en esta ágil novela, dan lugar —casi necesariamente a traiciones, desencantos y puntos de quiebre.

De los dos libros de cuentos en este conjunto, Fuegos fatuos, de Alfredo Loera (Torreón, Coahuila, 1983), nos revela un joven y talentoso narrador. Sobresale en este libro el tono frío, casi amoral, distante y logrado, con el que su autor refiere distintos hechos de violencia: un feminicidio (“Aquella luz púrpura”), un suicidio en una atmósfera opresiva que recuerda un poco la novela Coronación, de José Donoso (“Fuegos fatuos”).

El otro volumen de cuentos, Mariposas en las manos, de María del Carmen Maqueo (Torreón, Coahuila, 1955), recrea en breves relatos, puntualmente, la dramática realidad de las clases más marginadas de nuestra población, sobre todo en lo que se refiere a problemas de salud, abandono o violencia familiar y callejera.

El único libro de dramaturgia en esta colección, Cuando canta un alebrije, de Frino (Torreón, Coahuila, 1977), incluye dos obras de teatro guiñol que poseen una originalidad y frescura memorables. La que da título al libro recrea una historia fantástica basada en Pedro Linares, artesano que desarrolló originalmente la idea de los alebrijes en 1936. Y la otra, El vuelo de cliserio, retoma un hecho realmente acaecido en Torreón en 1950, cuando Cliserio Reyes Guerrero, campesino de 17 años, impulsado por su anhelo de volar, se monta como polizón en el ala de un bimotor DC3 que luego de 15 minutos regresa a tierra, cuando el piloto nota algún desperfecto inexplicable.

Dos libros de ensayo completan los nueve libros de prosa en esta colección.

El enigma y la conspiración: del cuarto cerrado al laberinto neopoliciaco, de Gerardo García Muñoz (Torreón, Coahuila), es un muy informado y completo estudio de los puntos cimeros de un subgénero narrativo que desde el tercero o cuarto decenio del siglo pasado gana adeptos, lectores y autores, en nuestro país. Usigli, Salazar Mallén, María Elvira Bermúdez, Rafael Bernal, Sergio Pitol, Paco Ignacio Taibo II y Élmer Mendoza, son unos cuantos de los autores agudamente presentados en este trabajo que, sin duda, pronto será una lectura obligada para los seguidores de este género.

El otro libro de ensayo, con similar profundidad, aborda el estudio de uno de los narradores más seguidos en nuestro país, por nuevas y crecientes generaciones de lectores. Se trata de Por una ética de la mirada (La novela oblicua de José Saramago). Su autora, Norma Garza Saldívar (Torreón, Coahuila, 1964), nos ofrece en él un apretado y sustancioso volumen con un notable marco teórico para interpretar, unificadamente, desde una actitud que ronda la moral —en el sentido más completo y rico de esta palabra— cinco novelas extraordinarias de ese narrador portugués. Y no puedo ceder a la tentación de citar, en esta parte, las palabras de esta ensayista a propósito de la obra de Saramago, pues podemos extrapolarlas para todos y cada uno de los libros a los que me he referido: “¿Cómo tener, pues, una mirada literaria hacia el mundo, que recoja de nueva cuenta lo mirado, un pensamiento imaginativo que problematice desde otro lugar, una postura que se ejerza en la palabra, una manera de responder literariamente a la banalidad del mundo, a su desmemoria, a su pobreza, a su ceguera, a su destrucción? Ciertamente no lo sé. No se trata de responder a estas preguntas. Sin embargo, pienso que desde la novela (yo generalizaría diciendo que desde la narración) es posible concretar esos cuestionamientos y acercarnos de otra forma a la realidad. Veo la literatura como esa forma otra de mirar al mundo” (p. 247).

Esa otra forma es la que, por supuesto, recorre, unifica y singulariza cada uno de estos libros: el campo y la explotación minera; las sequías y las caravanas de hambre de contenido laboral; los ataques de apaches y las vías de colonización; las epidemias de cólera; los antros y los feminicidios; las vías de ferrocarril que abrían los caminos de Occidente; las guerras y las revoluciones; los mitos y los fantasmas; la pobreza y la ignorancia; el espejismo de los Estados Unidos; los viajes a Europa para descubrir, con la distancia, un México más entrañable; detectives y villanos entrampados en la aparente fatalidad de una cultura nacional; la otredad y la ética. Todo eso le aguarda a cada uno de ustedes en estas páginas. Y cada uno de nosotros debe aplaudir, por eso, esfuerzos editoriales como éste.

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